La base del discurs de Félix de Azúa (EL PAIS, 10-11-2005) ja era errònia: la música es un espectáculo. El cas és que, per una simple qüestió d'espai físic, mai no hagués pensat que en pocs centímetres quadrats de paper hi poguessin cabre tants disbarats, referències a l'Estatut incloses. Han hagut de ser dos músics, José María Sánchez-Verdú i Carlos Bermejo, els que han trobat la paraula precisa que defineix la personalitat d'Azúa: ignorant. Tot seguit, l'article i les dues rèpliques dels músics. Llegir-s'ho tot no serà temps perdut, sinó guanyat, ( la rèplica de Bermejo, sobretot) si més no, per aprendre la diferència que hi ha entre "no m'agrada" i "no val res".
SÓLO QUIERO LO MEJOR PARA TI
Félix de Azúa
Uno de los más respetados musicólogos vivos, Richard Taruskin, autor de una historia de la música occidental en seis volúmenes que incluye un elegante capítulo sobre rock (Oxford), tuvo una iluminación en ocasión de uno de sus viajes a Moscú. La orquesta del Conservatorio interpretaba la Séptima sinfonía de Shostakovich cuando Taruskin acertó a ver en la expresión de los oyentes una apasionada emoción que rara vez había observado en los conciertos de música moderna. Como Pablo de Tarso en su camino hacia Damasco, cuenta el crítico que vio con cegadora claridad que se había equivocado totalmente. No sólo él, lo que habría carecido de importancia, sino el conjunto de la musicología occidental. Se percató de que la teoría, la historia y la crítica sobre la música del siglo XX había cometido un error monumental. La música que sobreviviría, la que seguiría oyéndose cien años más tarde, sería la de Shostakovich, no la de Schoenberg.
Una afirmación como la anterior todavía suena escandalosa o estúpida para buena parte de los críticos, teóricos e historiadores de la música. Y en España, más. Para aquellos que sean totalmente sordos a la música clásica les diré que equivale a afirmar que Hitchcock soportará mejor que Eisenstein el paso del tiempo, o que Spielberg es más importante que Tarkovsky. Lo cierto es que Shostakovich está cada vez más presente en la vida musical, en tanto que Schoenberg se mantiene donde siempre estuvo, con la exigua minoría de expertos. Y se le están muriendo los subscriptores.
La paradoja sobre el valor de las obras de arte es que éste parece no depender del público, pero, ¿es en verdad posible que una obra de arte sea extraordinariamente valiosa, aunque nadie o muy poca gente quiera oírla, verla o leerla? Quienes afirman, por ejemplo, que la música de Schoenberg es fundamental y en cambio otra más popular como la de Stravinsky, es trivial o incluso "mala" (así lo afirma Theodor W. Adorno, modelo de los defensores de Schoenberg), ¿no están diciendo, en realidad, otra cosa?
Según esta posición, la importancia de Schoenberg, de Webern, del serialismo, del dodecafonismo, de las secuelas de Darmstadt, del IRCAM o de otros centros de producción experimental, es independiente de que haya alguien que quiera oír sus productos. El Arte vive para sí mismo. Quienes deciden sobre su valor (dicen) son los expertos, los profesionales. El público no puede decidir el valor de la obra de arte, porque entonces sería más valioso un musical de Broadway que una ópera de Schoenberg.
Esta inacabable disputa es inútil. Juzgue lo que quiera el experto, en el caso de la música (como en el del teatro) quien decide es el público porque la música es un espectáculo. De modo que Gershwin, Britten, Prokofiev o Janacek seguirán sonando en las salas de concierto, pero Schoenberg (utilizo su nombre como metáfora) cada vez menos. Quizás esto sea lamentable, pero también es inevitable. La dificultad que plantea Schoenberg es de un orden totalmente distinto a la que plantean compositores exigentes y sin embargo accesibles como Bartók.
Es justamente esa dificultad lo que permite que el valor de la música de Schoenberg no lo decida el público de los conciertos, sino el teórico y el historiador que creen que la historia de la música tiene un sentido trascendental. Si la historia de la música tiene ese sentido, entonces Schoenberg es la consecuencia de una cadena causal que desde Wagner viene anunciando la llegada del Mesías (Schoenberg). El valor de esa música tan escasamente popular es un valor histórico, filosófico y (sobre todo) religioso, más que musical. Por "religioso" me refiero a la creencia o la fe en que los procesos artísticos, sociales, económicos, en fin, los relatos históricos, tienen un sentido y sólo uno, a diferencia de las novelas. Por ejemplo, que la historia del Arte muestra el proceso de autoconciencia de las artes, que la historia de Francia es la de la Libertad de su Pueblo, que la sociedad capitalista ha entrado en su fase terminal, y cosas semejantes. Quien así piensa, está obligado a tener a Schoenberg por un músico más importante que Stravinsky.
Cuando la importancia de un hecho, suceso, objeto o caso no la determinan aquellos que lo financian y sufren las consecuencias, sino los expertos, los historiadores y los teóricos metafísicos, entonces estamos en un medio ajeno a la democracia y típico de la tradición autoritaria europea. Que la gente disfrute con Tchaikovsky y se aburra con Schoenberg puede ser lamentable, pero que para salvarles de su error se les condene a oír al vienés a todas horas, es despótico. En general, eso no sucede porque los conciertos se pagan, pero allí donde el contribuyente carece de poder de compra, sucede con harta frecuencia.
Compárese con lo que está sucediendo en la surrealista gestación del Estatuto catalán. Los expertos, los historiadores, los teóricos y los profesionales catalanes han decidido que "históricamente" (sea esto lo que sea) Cataluña tiene más derecho que Murcia a cualquier cosa, que la nación catalana posee una existencia de orden metafísico previa a sus habitantes, y que en la jerarquía de las naciones Cataluña sólo es comparable a Francia y superior a España. Cataluña es un pedazo de Schoenberg fundado en razones trascendentales. De momento, el público español ha desertado las salas de conciertos donde suena el Estatuto y son los expertos quienes se ven obligados a hacer publicidad para que la gente se entusiasme, o a condimentar encuestas carísimas que confirmen lo acertados que estaban y el éxito loco de estos conciertos a teatro vacío. Su alternativa es tocar sólo para adictos a Schoenberg.
La iluminación de Taruskin, hombre formado en la filosofía europea del siglo XX, filosofía impregnada de historicismo hegeliano y mesianismo marxista, es tan sencilla como esto: el descubrimiento de la democracia. La palabra "democracia", como lo prueba la dudosa moralidad de quienes la usan sin descanso para justificar sus deshonestidades, está cargada de instancias éticas. Parece como si lo democrático fuera lo moralmente bueno, cuando en realidad lo democrático es simplemente el conjunto de mecanismos que se despliegan de un modo casi inevitable para el control y la dominación de sociedades masivas con enormes potenciales energéticos y económicos. La democracia es tan sólo una técnica social eficaz para mantener el orden en un medio cuyo estallido sería funesto. Este mecanismo puede utilizarse bien o mal, pero no es un estado de gracia. Los políticos novatos utilizan la palabra como los católicos usan la palabra "devoción", y se acusan unos a otros de no ser democráticos... ¡como si fuera posible no serlo! Sin embargo, "demócrata" equivale a: "concernido por el mercado". El político demócrata es aquel que se ofrece en un mercado donde hay competidores. Nada más.
Para Taruskin siempre fue cosa evidente que las novedades de la música dodecafónica eran técnicamente interesantes. También, que Schoenberg creía que su nuevo método llenaría salas de conciertos en lugar de vaciarlas. Pero a diferencia de la música de su discípulo Alban Berg, el público no ha aceptado la del maestro. De un modo creciente, la programación de obras de Schoenberg (no todas: insisto en que utilizo al pobre vienés como metáfora) se ha ido haciendo por respeto a la historia, por su interés técnico, por la fascinación que ejerce sobre los expertos, pero no porque el público lo reclame a gritos y agote las localidades. De ahí también que en la historia de la música de Taruskin aparezca un capítulo sobre el rock, como en la historia de la literatura francesa de Kléber Haedens apareció Simenon un buen día, para escándalo y horror de los académicos.
Lo democrático no es, por sí mismo, "bueno" sino "eficaz". Los deportes de masas, el turismo industrial, las grandes superficies como lugares de entretenimiento y consumo, o el arte actual, son fenómenos democráticos, espectáculos masivos, movimientos de millones de personas con colosales poderes económicos y escasa libertad. Se parece bastante al nazismo, con una diferencia esencial: los políticos democráticos procuran programar aquellos conciertos que les gustan a las masas, en lugar de adoctrinarlas con conciertos que las agobian y agreden. Pero en algunos lugares, los profesionales de la vieja política, los viejos historiadores, los teóricos y expertos de la escuela trascendental o nacionalista, siguen actuando como sacerdotes cuya obligación es conducir al Pueblo hasta el Valle de Josafat y enseñarle a comportarse debidamente. A los pobrecitos habitantes de esos lugares los machacan con una política eclesiástica, de formación al espíritu nacional, en línea con la militancia sacerdotal que destruyó a Europa en los últimos dos siglos. Felizmente, al cabo de unos años los ciudadanos acudirán al mercado para comprar el político que más les apetezca. Ya veremos si es Schoenberg.
CULTURA DE SUPERMERCADO
José María Sánchez-Verdú
El artículo del señor Azúa en EL PAÍS del 10 de noviembre es un ejemplo de la libertad de opinión que una democracia conlleva. Aunque ataque a nombres de la cultura como Schönberg, que son lo equivalente a Mies van der Rohe en la arquitectura, Joyce en la literatura o Kandinsky en la pintura. Es una muestra más de la ignorancia, sobre todo musical, que nos rodea. España cuenta con una cultura musical tan mínima como inexistente pese al reciente crecimiento del número de auditorios, orquestas, óperas etcétera, muchas veces con más pompa y cáscara que con verdaderos contenidos. La formación musical desde la infancia no existe, los conocimientos musicales posteriores son desastrosos, e incluso los estudios superiores de música aún no se rigen por un sistema universitario propio, como en todos los países avanzados culturalmente. La frase "yo de música no entiendo" es el estigma que lleva casi todo español. No está de más señalar que salvo unos pocos ejemplos (Gerardo Diego, Valente, etcétera), en España los intelectuales han estado de espaldas a la música en los últimos decenios, hasta un punto vergonzante si lo comparamos con escritores, poetas o filósofos de otros países (Adorno, Mann, Eco, Kundera, etcétera). Es normal que al señor Azúa no le guste Schönberg; con él estará una inmensa mayoría de españoles que no han oído ni su nombre ni su música.
Reivindicar el arte de consumo de mayorías como indicador de lo que es bueno es tan banal que no merece ni respuesta. Todo arte exigente y excelente no es en principio para mayorías, siempre ha sido así. De aceptar las ideas de supermercado de Azúa habría que excluir a Mallarmé, a Joyce, a Mondrian, etcétera, porque sus propuestas son "difíciles" y no aceptadas o "comprendidas" en un inicio por las grandes masas: ofrecen algo que a la vez exige, y eso no cabe en las ofertas del supermercado.
Afortunadamente, siempre existirá un arte de creación comprometido, difícil -el arte es una forma de transmisión de conocimiento, no sólo de diversión y espectáculo, como parece creer Azúa-. No podríamos aprehender una cultura sin el rigor y compromiso de los creadores que han arriesgado y abierto nuevos caminos. "Ningún arte, literatura o música estúpidos perduran. La creación estética es inteligencia en sumo grado" (G. Steiner, Presencias reales). Beethoven fue acusado de hacer ruido, de ser incomprensible; Bach, de ir contra las leyes de la música. ¿Dónde estarían los Azúas de entonces? Sin duda, también contra ellos.
"Sólo quiero lo mejor para ti"
Carlos Bermejo
El hecho de denominar Mesías a una persona que como Schönberg fue perseguido por los nazis por, entre otras cosas, ser de origen judío, me parece de un gusto, cuanto menos, torpe.
Ya sólo por esta razón sería fácil refutar el extraño artículo de Félix de Azúa del pasado 10 de noviembre. Pero como además es ya tradición en muchos intelectuales españoles hacer de sus manías personales axiomas irrefutables, creo necesario aclarar lo siguiente:
De Azúa dice: "A Schönberg se le están muriendo los suscriptores". Si se refiere a aquellos que con tanto entusiasmo apoyaron personalmente su compromiso, le diré que en realidad ya murieron, pero, lo que son las cosas, casi 100 años después del comienzo del periodo atonal de Schönberg, aún seguimos hablando de él. Por desgracia, no veré cómo dentro de 100 años nuestros descendientes debatirán sobre la obra de Félix de Azúa (sin duda con la misma intensidad...), pero, mientras tanto, querría decir que don Félix ha tenido mucha suerte al asistir a los conciertos del IRCAM o Darmstadt (me imagino que si los nombra es porque ha estado alguna vez) y no tener nunca problemas de entrada. Yo, sin embargo, tanto en los mencionados como en los festivales de Witten, Stuttgart, Donaueschingen, Múnich, Salzburgo... y en Madrid (aunque parezca mentira), he tenido que soportar salas repletas y en más de una ocasión me he quedado sin entradas.
Aunque a De Azúa y a otros les pese, existe un público para Schönberg y para más compositores que no nacieron necesariamente hace más de 100 años. Éste es un público, al contrario que De Azúa, que no tiene problemas en disfrutar tanto con Schönberg como con Stravinsky, porque sabe que los dos son parte de la rica historia de la música, y además considera que la exclusión es ante todo ignorancia. Minoritario, pues sí, pero no inexistente. Por otra parte, la minoría de algo siempre se establece al comparar al menos dos cantidades, por lo que, afortunadamente, siempre tenemos la posibilidad de sentirnos minoría en alguna cosa (lo contrario sería un auténtico fascismo), por lo que todo y todos padeceremos en algún momento ese moderno auto de fe al que nos somete continuamente la "mayoría".
A estas alturas, por tanto, ni los oídos reaccionarios de Taruskin o Adorno ni nadie nos va a decir qué es lo que debemos escuchar (el mismo De Azúa cae en su propia trampa). Lo que sí debo decir es que el capcioso y arbitrario artículo al que me refiero me ha despertado las ganas de leer al completo el dichoso Estatuto, y, si puedo, lo haré en catalán.